Zeto Bórquez. INTERPRETATIONS AT WAR III.Las pupilas del nacionalesteticismo y la idea de universidad
Ponencia leída el día viernes 7 de octubre.
1. INTERPRETATIONS AT WAR[1].
Un acercamiento a determinada contingencia social desde una discusión en torno a la interpretación consagrada sobre un problema, en primera instancia pudiera parecer anacrónico respecto de cierta urgencia que supone la movilización del colectivo en torno a la demanda social. Sin embargo, el tono de esa urgencia bien podría ser experimentada por éste como una conciencia que se diluye en la tensión entre ese rasgo general y su rasgo individual[2], donde, si seguimos a Walter Benjamin, ocurre que “la sensación de lo más nuevo y moderno [se constituye como] una forma onírica del acontecer” (Benjamin, 2002: 561; Bórquez, 2011: 38); toda vez que, según el autor, la celeridad del aparato técnico deja fuera de circulación y de manera progresiva nuevos objetos de uso, en la medida en que lo que se impone es la exigencia de lo eternamente actual. Dicho aparato – tecno-tele-mediático (aparato de reproductibilidad) – al subsumir todo tipo de relaciones en los límites de la actualización, les vacía de su uso, según Adorno, “adquiriendo significaciones como claves ocultas, [de las cuales] se apodera la subjetividad cargándolas con intenciones de deseo y miedo, [funcionando] las cosas muertas como imágenes de las intenciones subjetivas” (Benjamin 2007: 468). La interpretación de Adorno en torno al estatuto de la imagen dialéctica en Benjamin se condice muy bien con aquello que el mismo autor ha establecido a propósito de lo que respecto del colectivo denomina “imágenes desiderativas”, donde “lo nuevo se entrelaza de un modo fantástico con lo antiguo” (Benjamin, 2002: 1001). Pues se trataría precisamente, si seguimos a Benjamin, de la “captación plástica” (Benjamin, 2002: 463) de la tensión entre muerte y significación que un cierto aparato técnico posibilita y que el colectivo comparte en un nivel que podríamos denominar “cinestésico”, en la medida en que la imagen onírica funcionaría, según Benjamin, del mismo modo que las percepciones no tematizadas del cuerpo, cuestión que ha sido también enunciada por Husserl en Die Krisis y en el II tomo de Ideas[3].
Siguiendo algunos enclaves propuestos por el autor, podríamos decir que una desactivación de lo “eternamente actual” implicaría para Benjamin una interrupción “como conciencia de hacer saltar (aufsprengen) el continuum de la historia [que] le es peculiar a las clases revolucionarias en el instante de su acción” (Benjamin, 1997: 62), y que respecto de la plasticidad cinestésica del colectivo referiría a una apropiación política que se condice con un resultado histórico (Benjamin, 2002: 395).
En esa perspectiva, el planteamiento de Benjamin de un “verdadero estado de excepción” (Benjamin, 1997:53) como interrupción de la violencia “mítica” del derecho en su doble dimensión fundadora y conservadora (Benjamin, 2006) tendría que ver, en términos del factor onírico del colectivo, con la experiencia del “despertar”, donde se juega un saber en cuanto “pensar rememorante” (Eingedenken): “inversión dialéctica” en cuanto tesis de una conciencia onírica y antítesis del despertar. “[S]e trata –según Benjamin – de disolver la ‘mitología’ en el espacio de la historia. Lo que desde luego solo puede ocurrir despertando un saber, aún no consciente, de lo que ha sido” (Benjamin, 2002: 460).
La cuestión sería poder mostrar si la interrupción benjaminia por la vía de una disolución de la mitología en la historia (verdadero estado de excepción, apropiación política de la plasticidad cinestésica) es, en efecto, una coyuntura revolucionaria, o bien, si acaso el factor onírico del colectivo frustra una chance no referida de la circularidad jurídica. Factor onírico sobre el que habría que hacer descansar todo el peso de un despliegue masivo a propósito. Y si lo que se juega en la movilización es también un estallido teatral de las masas, entonces se trataría menos de una fidelidad a la “inversión dialéctica” esbozada por Benjamin que de una disolución de la conciencia individual en la conciencia colectiva, donde – siguiendo al autor – “la sensación de lo más nuevo y moderno [se constituye como] una forma onírica del acontecer” (Benjamin, 2002: 561).
Quedaría por examinar si lo más nuevo y moderno, que Benjamin entiende como una suerte de desfiguración de la conciencia individual en una persistente “figura inconsciente y amorfa…el ciclo de lo eternamente igual” (Benjamin, 2002: 395), podría ser pensado en relación a un modelo que se pretende original; dicho de otra forma, al desate de una imitación sin modelo: el del “cambio social”, particularmente, en más de un registro, el del “movimiento social por la educación” en Chile.
A continuación intentaré rodear este punto desde tres esquemas de lectura que pretenden plantear algunas preguntas acerca de la contingencia en juego. Únicamente quedarán las interrogantes planteadas como puntos en juego para una posible discusión.
Cómo ser más bello de lo que (no) se es.
En su Sistema del idealismo trascendental (1800), señala Friedrich Schelling: “La visión que el filósofo se hace artificialmente de la naturaleza es para el arte la originaria y natural…pues mediante el mundo sensible, como por palabras, como a través de una niebla sutil, el sentido ve el país de la fantasía al que aspiramos [por medio del arte]. Todo cuadro excelente nace, por así decirlo, al suprimirse el muro invisible que separa el mundo real del ideal y sólo es la abertura por donde aparecen de lleno esas figuras y regiones del mundo de la fantasía que se trasluce sólo imperfectamente a través del [mundo] real…Pero cómo puede nacer una nueva mitología que no sea invención de un poeta particular sino de una nueva generación que sólo represente, por así decirlo, un único poeta, es un problema cuya solución puede esperarse únicamente de los destinos futuros del mundo y del curso posterior de la historia” (Schelling, 1988: 425-426).
Para encontrar un enlace que nos permita arraigar el contexto de la cita de Schelling al marco en que se sitúa este trabajo, conviene puntualizar la recepción que Heidegger – según una lectura de Phillipe Lacoue-Labarthe – habría desarrollado en torno a este punto, en el período de su adscripción al partido nazi.
Si seguimos de manera esquemática la tesis de Lacoue-Labarthe (2002 y 2007) en torno al pensamiento político de Heidegger, la exigencia schellingiana a propósito del arte respecto de una intuición intelectual como intuición productiva comporta la ambición política de la unidad nacional a través del gesto creador de una nueva mitología. Esta genealogía que pasa por Schelling – y también por Hölderlin – implicaría una cierta obligación respecto de la confrontación que en la modernidad supondría la promesa de universalidad (los derechos del hombre) por un lado, y la refundación de las comunidades nacionales en la forma del Estado-nación por otro, la cual decantaría, para Heidegger, en un pensamiento del arte como política en directa discusión con su apropiación “estética”. En este sentido, Heidegger estaría asumiendo directamente el dictum romántico del mito como “poema original (Urgedicht) de los pueblos”, y con ello, reafirmando la apuesta del nacionalsocialismo de un “gran arte” (en cuanto invención de un mito) como el único factor “capaz de conducir a un pueblo (a una “nación”) hasta su verdadera dimensión histórica” (Lacoue-Labarthe, 2002: 106).
Dicho en términos generales, en el idealismo alemán la intuición tendrá una relación más inmediata con su como tal en cuanto filosofía de la intuición intelectual de lo absoluto pero con el resguardo de no implicar una recaída en el dogmatismo (Descartes). En este sentido, el idealismo alemán iría más allá de Kant, según el mismo Heidegger, pero sólo a partir de aquello que Kant haría posible. “Las representaciones de la razón – señala Heidegger en su seminario del año 36, Schelling y la libertad humana – son, según Kant, las ideas de Dios, mundo y hombre. Pero éstas son…sólo conceptos directrices, no representaciones objetivas, que den el objeto mentado mismo. Podemos exponer brevemente las reflexiones del idealismo alemán a este respecto de la manera siguiente: ahora bien, pero en estas ideas se piensa algo y lo que es pensado en ellas, Dios, mundo y hombre, es tenido por decisivo en grado tan esencial, que sólo gracias a él es posible un saber. Así pues, lo representado en las ideas no puede ser inventado libremente, tiene que ser sabido él mismo en un saber. Como ese saber de la totalidad sostiene y determina todo otro saber, él tiene incluso que ser el saber propiamente dicho y primero en cuanto al rango. Pero el saber es – como Kant mismo ha descubierto de nuevo – en el fondo intuición, representación inmediata de lo mentado en su existente autopresencia. La intuición constituye el saber primero y propiamente dicho tiene que referirse por esto a la totalidad del Ser, a Dios, mundo y esencia del hombre (libertad)” (Heidegger, 1990: 52).
Lo que querría restituir Heidegger sería una cierta unidad mítica a través del arte, concretamente, del poema (Dichtung), cuestión que implica poner fuera de juego a la dialéctica hegeliana de la idea absoluta y en general al privilegio del concepto absoluto en relación a su interiorización y exteriorización. A menos que aquello que pudiese ser pensado con el mito (vale decir, sin Hegel) pudiese pensarse también con la dialéctica (de Hegel). Y es lo que parece anunciar Heidegger en Nietzsche cuando le resta a Hegel una posibilidad que sí restituiría Wagner: nada menos que “el intento de una ‘obra de arte total’” (Heidegger, 2000: 89)[4].
Pero este intento de imitación a través de una nueva mitología – que filtra por la noción kantiana de genio y su interpretación romántica –, como bien ha señalado Lacoue-Labarthe, depende de una ley mimetológica general, la coerción que le confiere autoridad, exige que se dirija como modelo “a lo que no proviene de una imitatio” (Lacoue-Labarthe, 2002: 98); división interna de la imitatio regida por una doble atadura, que en el caso de Alemania respecto del modelo griego se radicaliza como la posibilidad de un surgimiento o una originalidad excepcional (sin posibilidad de imitación) como modelo de una autoformación, y que, según Lacoue-Labarthe, sería el modelo asumido por Heidegger en el Discurso del Rectorado (1933). A propósito de su acceso a la existencia histórica, Alemania se encontraría regida por la ley mimetológica en cuanto precipitación mimética o radicalización de la imitatio: doble atadura, que en cuanto principio de autoformación se inscribiría como un vástago de la tradición que Kant formaliza a través del genio como principio de lo inimitable. En dicho intento, que es el intento de constituirse como nación o pueblo (Volk), Alemania, en este sentido, habría aspirado al genio, sólo que el genio, en cuanto inimitable, se habría precipitado en esta imposibilidad (imposibilidad de una imitación genial), llevando al conato nacional alemán a agotarse en lo que Lacoue-Labarthe denomina una “lógica esquizoide”, “algo así como una psicosis – señala el autor – o una esquizofrenia histórico-espiritual en la que algunos de sus genios más prestigiosos, desde Hölderlin a Nietzsche, resultaron ser los signos (y las víctimas) premonitorias” (Lacoue-Labarthe, 2002: 99). “Lógica esquizoide” que autorizaría a pensar lo impensable que supone el Exterminio como el resultado del desamparo alemán en cuanto precipitación mimética de existir a condición de no existir, puesto que lo que se jugaría en términos topológicos respecto del judío es que su anulación implica como condición el que no se le pueda situar ni dentro ni fuera de la comunidad. Para Lacoue-Labarthe, aquella división íntima de la comunidad no se exhibe tanto desde el inmanentismo planteado por Nancy (voluntad de inmanencia absoluta como fusión comunal, donde el exterminio se explicaría a partir de una insatisfacción del “infrahombre exterior a la comunidad de sangre y suelo” respecto a los criterios de la “pura inmanencia”), como de aquella precipitación mimetológica, o al menos, el “inmanentismo furioso o delirante de la comunidad orgánica” que postula Nancy, se encontraría regido por una ley mimetológica general donde una doble atadura divide “o esquiza”, desde su proyecto, la intimidad comunitaria” (Lacoue-Labarthe, 2002: 92). Doble atadura que se traduciría en la radicalización de una imitatio cuyo modelo de originalidad resiste a la imitación en cuanto autoformación. Autoformación que, a su vez, para Heidegger es autoafirmación del espíritu (Geist), principalmente en el Discurso del Rectorado (1933) y en la Introducción a la metafísica (1935), pero también en el seminario en torno a Schelling.
La pregunta es entonces, y llevando las cosas hasta ese escenario, ¿podría hablarse de una “precipitación mimetológica”, por tanto, de una “esquizofrenia histórico-espiritual” en juego respecto de la movilización estudiantil?
La universidad como principio de sujeción.
Según plantea Willy Thayer en un compendio de su trabajo La crisis no moderna de la universidad moderna (1996), la universidad se habría performativizado produciendo un contexto general: tipificación disciplinar que constituiría el baremo con que cada profesional decanta en relación con su disciplina una vigilancia sobre los objetos que caen bajo su dominio. Vigilancia que es coextensiva a las amenazas que dislocan o los factores que potencian el contexto desde la perspectiva del rendimiento y la eficacia profesional. Como señala Thayer, “[e]n la sociedad disciplinariamente determinada sudamos universidad” (Thayer, 2006: 98).
Sin embargo, esta secreción universitaria puede delimitarse a partir de una circunstancia más general en la que nos encontramos. Puede plantearse como hipótesis que al establecer una relación medio/fin con cualquier objeto implicamos la exigencia de un cierto comportamiento esperable de él, por ejemplo (o todas estas alternativas a la vez): especificidad, rendimiento, eficiencia, maniobrabilidad, presentación, disponibilidad, durabilidad, reproductibilidad (Thayer, 2006: 98), expansión, masificación, etc. Podríamos hablar – siguiendo a Thayer – de un “comportamiento universitario” para todo objeto que pudiese ser enmarcado a partir de estos rasgos, y ello no exclusivamente “a causa del sistema educacional directo” sino que sobre todo por un formato universal universitario. En este sentido, al diagnóstico más o menos asumido de que las relaciones mediáticas con lo público se encuentran empalmadas a lo publicitario, habría que agregar que lo publicitario es alguna cosa que se encuentra, a su vez, universitariamente decidida. Habría que volver a preguntarse entonces de qué estamos hablando cuando un discurso cuyo plegamiento se identifica con la movilización, la resistencia, la reivindicación social y política o simplemente con la crítica contingente, aparece y sólo puede aparecer transido por soportes regulados de acuerdo a estándares conservadores, vale decir, por despliegues discursivos, que en su abanico, o incluso en su aparente “originalidad” – donde también habría que examinar con qué termostato es posible mensurar su relevancia – remiten a la misma pauta. Desde este punto de vista, un tipo de práctica que no pase ni por la especificidad, ni por la eficiencia, ni por el rendimiento, ni por la maniobrabilidad, ni por la disponibilidad, y que no pueda dejar de depender de los factores de reproductibilidad, expansión y masificación, podría asociarse, a mi entender, a dos coeficientes fundamentales pero no necesariamente disociados bajo ciertas condiciones: o bien a una violencia desatada, o bien a un factor que podríamos denominar “estético”[5].
Así pues, sería precisamente en ese doble juego entre una tentativa de interrupción de aquella violencia ejercida contra la ley en vistas de su conservación (estado de excepción) y un despliegue estético referido a una ley mimetológica general (imitación sin modelo), donde, en el contexto político en que nos encontramos, resultaría preciso considerar hasta qué punto el discurso sobre una “nueva configuración de sentido” es la cara esquizoide de un proyecto político que se concibe “como pura interrupción… que no opera ni como fundación, ni como superación, ni conservación” (Thayer, 2006: 29), donde queda delimitado el “a priori material” (Thayer, 2006: 69) sobre el que la interrupción (o el “verdadero estado de excepción”) tendría que ejercer su efecto, pero no el “a priori material” de la interrupción misma. Sin una delimitación de este tipo novedad e interrupción no harán sino consagrar una misma lógica conservadora que se traduce en la mantención de una cierta institución. Si entendemos, con Derrida, institución ahora como universidad y como fundación (Derrida, 1997b: 117-138), por tanto como inscripción o firma, ésta implica tanto el deseo de retorno (revenant) como – y por eso mismo – la imposibilidad de delimitación. Si la universidad está no-delimitada desde su origen o fundación en cuanto institución, o dicho de otro modo, si la universidad no está delimitada desde su institución, donde su no estar delimitada es su delimitación, entonces en esa doble atadura a una “afirmación” y a una “negación” sería preciso detectar las amenazas y los potenciales de “quiebre”. Pero cuando la doble atadura es absuelta de su delimitación, entonces la chance de no-delimitación o de desmarcamiento del límite conservador se vuelve tarea inaccesible. Sólo mediante la delimitación (lo que podríamos llamar, la firma) el retorno es lo que queda como indeterminable por cualquier pragmática o saber, y en eso habría de jugarse la posibilidad (imposible) de ruptura.
Un ejemplo “estético”.
El tono festivo del “imposible” hacia el que nos encaminaríamos como posibilidad de transgresión de una cierta lógica dominante – me refiero, por cierto, a las movilizaciones en el marco de las demandas por la educación en Chile –, tanto de hecho como de derecho, tiene mucho de explicitación de un canon “universitario” (en la dimensión que se intentaba indicar con antelación), por tanto, que no haría sino consumar ese formato o esa in-formatización, y poco o nada de interrupción, desactivación o desarticulación de aquella violencia o pauta que se impone como la norma. Mucho de intento de imitación “genial” de un modelo inexistente – y con ello una “precipitación mimetológica” es indesligable de su escena – que de modificación efectiva de un tono político.
En efecto, la situación de la crítica de arte en Chile durante los 70 y 80 es un ilustrativo ejemplo de cómo el tono de ruptura vanguardista es absorbido por los propios rasgos de la estructura dominante que mediante una cierta formalización se pretende establecer como superación.
En este sentido, como observa Thayer en un trabajo del año 2003 titulado “El golpe como consumación de la vanguardia”, es posible detectar algunas complicaciones críticas que el enclave vanguardia/modernización supondría para la tentativa de subsunción del conjunto de obras y prácticas artísticas realizadas en Chile desde el Golpe de Estado de 1973 hasta el año 1986 y que Nelly Richard inscribe en el texto Márgenes e instituciones [publicado en esa misma fecha] bajo el rótulo de “Escena de Avanzada”. Según Thayer, en Márgenes de instituciones – como el texto que comprende todos estos desplazamientos bajo un mismo canon – Richard habría apostado por conferir a dichas obras un potencial de rearticulación “vanguardista” respecto del corte representacional (en términos de la posibilidad de su configuración) que a partir del Golpe se había impuesto sobre la referencialidad social y cultural en directa relación con una interrupción de la soberanía y la nacionalidad, situación que Richard no vacilará en denominar un “naufragio del sentido”. En esa perspectiva, esta configuración representacional no sería sino la firma de una imposibilidad formal considerando que lo que se impone como ruptura del rasero republicano es un estado de excepción donde la norma depende más de la facticidad del mercado sin norma general que de aquello que la liga al vacío jurídico de donde proviene. Excepcionalidad política que conducirá, en términos de Thayer, a una normalización nihilista (esto es, al “factum neoliberal globalizado” para el cual nada es esencial y que se alimenta precisamente de todas las eficacias críticas y vanguardistas que le resisten), y que encuentra su expresión en la monumentalización que el mercado a partir de los años noventa genera recubriendo a la crítica con el tamiz del archivo, alineando en una misma memoria como documento la barbarie en el trazado de la cultura, vale decir, reapropiando institucionalmente en un marco de incuestionable legalidad a la crítica outsider. En ese sentido, la producción de obra de arte, la fotografía y la performance principalmente, se presentan para Richard, en la contingencia post-Golpe, como una Avanzada “contra-institucional”, como una práctica de oposición y disensión o derechamente como una “fuerza oposicional”, en suma, como una actividad de resignificación ante lo que sería un desplome del sujeto. Sin embargo, Thayer no tardará mucho en apostrofar un “tono exitista” de inflexión fundacional en el canon que pretende instalar Richard, el cual atascaría la chance de filtrar en la excepcionalidad, consumando con una retórica fundadora de la crítica de arte la violencia fundacional que la Constitución Política de 1980 se encargará de conservar, precisamente – en un movimiento análogo al de la crítica – “protegiendo límites para mantener la inmunidad fundada” (Thayer, 2006: 79-80). En términos sucintos, lo que incomodará a Thayer será el pacto a traslapo que la efusividad vanguardista de la lectura de Richard sostendrá con el gravamen de la modernización y el progreso como norma histórica, sellando desde entonces una alianza en torno al mismo canon. Para Thayer “la modalidad neoliberal del nihilismo” constituiría “el arranque obligado” o el “a priori material” desde donde tendría que situarse la crítica hoy en día, siendo la misma crítica, según Thayer, uno de los “representantes más conspicuos” de este nihilismo, de modo tal que no habría lugar a chance de su interrupción en tanto que a priori material. “La posibilidad de la crítica – sostiene Thayer – está suspendida para cualquier actividad que se plantea en términos de superación del nihilismo, de una autonomía discursiva respecto de éste, o de la presunta realidad más allá de su horizonte. Más bien la chance del nihilismo es lo que se activa cuando aquellos que lo impugnan lo hacen en términos de vencimiento, superación o progreso hacia horizontes futuros de sentido y presencia; o en nombre de la movilización” (Thayer, 2006: 50). Es en torno a ese factor nihilista que Nelly Richard intentaría instalar quiebres, gestos de recomposición y ruptura en un tono vanguardista que guardaría semejanza con una “fase exitista” del trabajo del duelo. Para Thayer, Richard se exime por anticipado de aquél a priori material, donde, según el autor, “el ejercicio de la crítica como “fracturas batallantes” o “quiebres significativos”, por muy caballeresco que sea, funciona como crítica a fogueo que anima el nihilismo neoliberal” (Thayer, 2006: 52).
Cabe preguntarse si el tono festivo o de afirmación original de la movilización no reproduce el esquema de vanguardismo ingenuo que Thayer, con justa razón, le imputa a Richard.
“Una vaga inquietud”.
¿Qué podemos decir del fermento “escatológico” de una serie de slogans que en el contexto de la movilización sufraga a favor de un espectro de “autoafirmación” nacional de eso que se ha dado en llamar “el movimiento social por la educación”, bajo la peligrosa aspiración de interesada tolerancia del “todos iguales, todos diferentes” (Zizek, 2009: 29)? Por “escatología” me refiero a slogans del tipo: “Sin educación no hay patria”, o a descripciones tales como: “cambio de mentalidad”, “pérdida del temor” o “nueva articulación de sentido”; hasta la apertura de la puerta del Mesías por el camino de la exposición discursiva de lo que tradicionalmente se llama “la lucha”, a través de los soportes más disímiles: desde la alborozada cacerola (antaño “pasión triste”, hoy en día “pasión alegre”, precisamente por un ordenamiento jurídico que lo posibilita, no debiera olvidarse), a la promiscuidad organizada con voluntad performática y la coreografía colectiva[6]. Sin embargo, nuestro pasado reciente – y tanto el tono “vanguardista” de la Escena de Avanzada expresado en el canon propuesto por Richard como el problema del “colectivo onírico” visto desde Benjamin constituyen buenos ejemplos de ello – nos muestra hasta qué punto los protocolos de ruptura, más aún cuando un despliegue mediático y estético es un órgano más de cualquier movimiento organizado o cuasi-organizado, es preciso que sean pormenorizados respecto de lo que podríamos llamar una “subjetividad universitaria” en curso (Thayer, 2006: 99).
Por último, lo que aquí cabría llamar un “ordenamiento jurídico” rebasa con mucho la legislación en marcha así como lo que cae bajo la denominación “universitario” no suscribe necesariamente a un currículo específico, ni oculto ni manifiesto; ni siquiera al grado de dependencia de un saber respecto de la institución universitaria. Se trataría de aquello que, siguiendo nuevamente a Thayer, constituiría el “a priori material” de toda crítica, esto es, un modelo neoliberal consumado – a propósito de todo aquello que dice relación con la exposición de este trabajo – como la norma histórica que se instala en nombre del progreso y bajo el canon de la modernización. Factor o más bien factum que convive de manera auto-inmunitaria con cualquier tentativa de autonomía discursiva (Derrida, 2005:64), pero donde quedaría determinar su doblez en cuanto institución, o dicho de otra forma, en cuanto universidad.
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NOTAS:
[1] Este artículo supone el exergo de un trabajo en curso de publicación sobre lo que Jacques Derrida ha denominado “las instituciones de la interpretación” (Derrida, 2002: 39-128). El título del texto aludido es: “Ni Richard ni Thayer. Deconstrucción, firma, interrupción”, y se ocupa de ofrecer algunos alcances en torno a la controversia que ha generado en ciertos críticos la lectura de Derrida en Prénom de Benjamin (Derrida, 1994) del ensayo Zur Kritik der Gewalt (1921) del autor alemán. Valga aclarar que el texto de Derrida sobre las “instituciones de la interpretación” se titula INTEPRETATIONS AT WAR. Kant, le juif, le allemand; donde INTERPRETATIONS AT WAR II, corresponde a una presentación sumaria del texto “Ni Richard ni Thayer” en el contexto de las I Jornadas de Filosofía del Arte (Facultad de Filosofía y Humanidades Universidad de Chile: 6 y 7 de Octubre de 2011). El título de la exposición presentada en ese contexto fue: INTERPRETATIONS AT WAR II. Derrida y la firma de Benjamin.
[2] En un trabajo anterior he desarrollado la noción de “colectivo onírico” a propósito de un autor que aquí tendría que tener no menor importancia: Walter Benjamin. Quisiera en este trabajo acercarme a una ampliación de lo que en el contexto acotado de la modernización de la nación chilena durante la década de los 80 tenía que ver con “el eje de la proyección por parte del colectivo respecto del progreso técnico amparada en elementos utópicos” (Bórquez, 2011: 31). La cuestión sería aquí acercarnos a lo que en torno al eje de la proyección por parte del colectivo – ya no del progreso técnico desde el prisma de un discurso modernizador sino respecto de las demandas sociales en torno a la educación – encuentra su sustento en una forma particular de “conciencia” entre sus aspectos individual y colectivo. Que dicha conciencia sea fruto de una “historia onírica” (Bórquez, 2011: 38), es un rasgo del cual habría que acotar muchas más ilacioness de las que aquí se pretenden anunciar. Como hipótesis, y conectando con los planteamientos que siguen, podría decirse que es la interrupción de la tesis del “colectivo onírico” lo que una apropiación política impone como la tarea más urgente de cara a lo que cabría denominar el “movimiento social por la educación”. Sin embargo, sugiero que las condiciones de dicha interrupción deben ser examinadas en aquello que las interpretaciones mismas deben decidir a propósito de su arraigo institucional.
[3] Contrasto los dos alcances a Benjamin y Husserl sobre este punto. “El siglo XIX, un período (un tiempo onírico) en el que la conciencia individual, en la reflexión, continúa manteniéndose, mientras que la conciencia colectiva, por contra, se adormece en un sueño cada vez más profundo. El durmiente –sin poder
distinguirse en esto del loco– inicia el viaje macrocósmico mediante su cuerpo. Pero los ruidos y sensaciones de su interior, que en la persona sana y despierta se diluyen en el mar de la salud –presión arterial, movimientos intestinales, pulso y tono muscular–, engendran en sus sentidos interiores, de inaudita agudeza, el delirio o la imagen onírica, que los traducen y explican. Así le ocurre también al colectivo onírico, el cual, al adentrarse en los pasajes, se adentra en su propio interior” (Benjamin, 2002: 394). “De este modo la sensibilidad, el funcionar yoico-activo del cuerpo vivido, respectivamente, de los órganos del cuerpo vivido, forman parte, esencial y fundamentalmente, de toda experiencia corporal. Ésta transcurre conscientemente no como mero curso de apariciones de cuerpos, como si estos fueran en sí apariciones de cuerpos por sí mismos y con sus combinaciones, sino que eso lo son conscientemente junto con la corporalidad vivida que funciona cinestésicamente, respectivamente, con el yo que funciona aquí en una actividad y habitualidad propia. El cuerpo vivido está, de un modo único, permanentemente en el campo perceptivo, totalmente sin mediación, en un sentido de ser totalmente único, precisamente el que se designa mediante la palabra órgano (aquí en su significado originario): eso, por lo que yo como yo de la afección y de las acciones, de un modo totalmente único soy completamente inmediato, como en lo que yo gobierno cinestésicamente de modo inmediato, articulado en órganos singulares, en los que yo gobierno en las correspondientes cinestesias singulares, respectivamente, puedo gobernar. Y este gobernar, mostrado aquí como funcionar en toda percepción singular, el sistema conjunto de cinestesias confiables, conscientemente disponible, es actualizado en la correspondiente situación cenestésica y está siempre vinculado a una situación de aparición corporal, la del campo perceptivo. A la multiplicidad de apariciones en las que un cuerpo es perceptible como uno y el mismo, corresponden, de modo propio, las cinestesias que le pertenecen, en cuyo dejar-transcurrir deben aparecer las correspondientes apariciones co-exigidas, para poder exhibir en general apariciones de este cuerpo, él mismo en sí, como en sus peculiaridades” (Husserl, 1954: 109). Podría plantearse aquí una relación: lo que Benjamin entiende por “apropiación política” tendría que traducir la exigencia fenomenológica fundamental de lo objetivante a lo objetual. Es notable que esta exigencia en Benjamin se de cómo Eigedenken, es decir, en relación con un “saber aún no consciente de lo que ha sido” (Benjamin, 2002: 460), que no obstante tiene la estructura de una tesis de vigilia (el “despertar”).
[4] Este punto, en torno a Hegel, pretende ser mejor desarrollado en una investigación en curso de desarrollo. La pregunta heurística puede formularse así: ¿es excluyente una interpretación de Benjamin y Hegel a propósito de una delimitación política y estética? Dicho de otro modo, ¿se puede pensar a Benjamin con Hegel?, o bien, a propósito del arte, ¿se puede pensar a Heidegger con Hegel? ¿Qué significaría pensar sin Hegel? Y por otra parte, ¿qué significa pensar a Benjamin sin Derrida y a Derrida con Hegel?
[5] Habría que pensar en qué sentido una “desobra” del comportamiento universitario es factible en un discurso como el de Thayer, donde la posibilidad de una interrupción de lo que podríamos llamar el “círculo mítico de la universidad” no puede desprenderse de una cierta ligadura estética. Queda por examinar la relación que, también en Benjamin, implica la relación entre violencia mesiánica y estética, cuestión que sin duda sugiere más problemas de los que pretende resolver. Sobre este punto, el problema estribaría en el planteamiento de una interrupción con o sin modelo. En ese sentido, respecto de la interrupción del aparato jurídico que Benjamin plantea en relación con la violencia pura en Para una crítica a la violencia (lo que dice relación no con una contradicción lógica del derecho sino con una “contradicción objetiva de la situación legal” (Avelar, 2004: 93)), Derrida parece más atento, al introducir la firma en el texto de Benjamin y la firma de la violencia pura, al peligro de una esquización de una interrupción sin modelo (Derrida, 1997: 76-77 y 136-140).
[6] Sin contar la enorme variedad representacional (“creativa”) que se ha podido apreciar en el contexto de la movilización, dos ejemplos brutales de lo que en el primer apartado se puntualizaba a propósito del “colectivo onírico” son, dentro de las tentativas de “intervención “del espacio público, la así llamada “Besatón por la Educación” (cita colectiva donde conocidos y desconocidos se besan a una hora y en lugar determinados en nombre de la reivindicación social), y las coreografías musicales organizadas en masa en para ser “presentadas” algún lugar preestablecido, evocando, por lo general, estéticas imitadas de artistas del ámbito de la música popular, como ser, Michael Jackson o Lady Gaga.
1. INTERPRETATIONS AT WAR[1].
Un acercamiento a determinada contingencia social desde una discusión en torno a la interpretación consagrada sobre un problema, en primera instancia pudiera parecer anacrónico respecto de cierta urgencia que supone la movilización del colectivo en torno a la demanda social. Sin embargo, el tono de esa urgencia bien podría ser experimentada por éste como una conciencia que se diluye en la tensión entre ese rasgo general y su rasgo individual[2], donde, si seguimos a Walter Benjamin, ocurre que “la sensación de lo más nuevo y moderno [se constituye como] una forma onírica del acontecer” (Benjamin, 2002: 561; Bórquez, 2011: 38); toda vez que, según el autor, la celeridad del aparato técnico deja fuera de circulación y de manera progresiva nuevos objetos de uso, en la medida en que lo que se impone es la exigencia de lo eternamente actual. Dicho aparato – tecno-tele-mediático (aparato de reproductibilidad) – al subsumir todo tipo de relaciones en los límites de la actualización, les vacía de su uso, según Adorno, “adquiriendo significaciones como claves ocultas, [de las cuales] se apodera la subjetividad cargándolas con intenciones de deseo y miedo, [funcionando] las cosas muertas como imágenes de las intenciones subjetivas” (Benjamin 2007: 468). La interpretación de Adorno en torno al estatuto de la imagen dialéctica en Benjamin se condice muy bien con aquello que el mismo autor ha establecido a propósito de lo que respecto del colectivo denomina “imágenes desiderativas”, donde “lo nuevo se entrelaza de un modo fantástico con lo antiguo” (Benjamin, 2002: 1001). Pues se trataría precisamente, si seguimos a Benjamin, de la “captación plástica” (Benjamin, 2002: 463) de la tensión entre muerte y significación que un cierto aparato técnico posibilita y que el colectivo comparte en un nivel que podríamos denominar “cinestésico”, en la medida en que la imagen onírica funcionaría, según Benjamin, del mismo modo que las percepciones no tematizadas del cuerpo, cuestión que ha sido también enunciada por Husserl en Die Krisis y en el II tomo de Ideas[3].
Siguiendo algunos enclaves propuestos por el autor, podríamos decir que una desactivación de lo “eternamente actual” implicaría para Benjamin una interrupción “como conciencia de hacer saltar (aufsprengen) el continuum de la historia [que] le es peculiar a las clases revolucionarias en el instante de su acción” (Benjamin, 1997: 62), y que respecto de la plasticidad cinestésica del colectivo referiría a una apropiación política que se condice con un resultado histórico (Benjamin, 2002: 395).
En esa perspectiva, el planteamiento de Benjamin de un “verdadero estado de excepción” (Benjamin, 1997:53) como interrupción de la violencia “mítica” del derecho en su doble dimensión fundadora y conservadora (Benjamin, 2006) tendría que ver, en términos del factor onírico del colectivo, con la experiencia del “despertar”, donde se juega un saber en cuanto “pensar rememorante” (Eingedenken): “inversión dialéctica” en cuanto tesis de una conciencia onírica y antítesis del despertar. “[S]e trata –según Benjamin – de disolver la ‘mitología’ en el espacio de la historia. Lo que desde luego solo puede ocurrir despertando un saber, aún no consciente, de lo que ha sido” (Benjamin, 2002: 460).
La cuestión sería poder mostrar si la interrupción benjaminia por la vía de una disolución de la mitología en la historia (verdadero estado de excepción, apropiación política de la plasticidad cinestésica) es, en efecto, una coyuntura revolucionaria, o bien, si acaso el factor onírico del colectivo frustra una chance no referida de la circularidad jurídica. Factor onírico sobre el que habría que hacer descansar todo el peso de un despliegue masivo a propósito. Y si lo que se juega en la movilización es también un estallido teatral de las masas, entonces se trataría menos de una fidelidad a la “inversión dialéctica” esbozada por Benjamin que de una disolución de la conciencia individual en la conciencia colectiva, donde – siguiendo al autor – “la sensación de lo más nuevo y moderno [se constituye como] una forma onírica del acontecer” (Benjamin, 2002: 561).
Quedaría por examinar si lo más nuevo y moderno, que Benjamin entiende como una suerte de desfiguración de la conciencia individual en una persistente “figura inconsciente y amorfa…el ciclo de lo eternamente igual” (Benjamin, 2002: 395), podría ser pensado en relación a un modelo que se pretende original; dicho de otra forma, al desate de una imitación sin modelo: el del “cambio social”, particularmente, en más de un registro, el del “movimiento social por la educación” en Chile.
A continuación intentaré rodear este punto desde tres esquemas de lectura que pretenden plantear algunas preguntas acerca de la contingencia en juego. Únicamente quedarán las interrogantes planteadas como puntos en juego para una posible discusión.
Cómo ser más bello de lo que (no) se es.
En su Sistema del idealismo trascendental (1800), señala Friedrich Schelling: “La visión que el filósofo se hace artificialmente de la naturaleza es para el arte la originaria y natural…pues mediante el mundo sensible, como por palabras, como a través de una niebla sutil, el sentido ve el país de la fantasía al que aspiramos [por medio del arte]. Todo cuadro excelente nace, por así decirlo, al suprimirse el muro invisible que separa el mundo real del ideal y sólo es la abertura por donde aparecen de lleno esas figuras y regiones del mundo de la fantasía que se trasluce sólo imperfectamente a través del [mundo] real…Pero cómo puede nacer una nueva mitología que no sea invención de un poeta particular sino de una nueva generación que sólo represente, por así decirlo, un único poeta, es un problema cuya solución puede esperarse únicamente de los destinos futuros del mundo y del curso posterior de la historia” (Schelling, 1988: 425-426).
Para encontrar un enlace que nos permita arraigar el contexto de la cita de Schelling al marco en que se sitúa este trabajo, conviene puntualizar la recepción que Heidegger – según una lectura de Phillipe Lacoue-Labarthe – habría desarrollado en torno a este punto, en el período de su adscripción al partido nazi.
Si seguimos de manera esquemática la tesis de Lacoue-Labarthe (2002 y 2007) en torno al pensamiento político de Heidegger, la exigencia schellingiana a propósito del arte respecto de una intuición intelectual como intuición productiva comporta la ambición política de la unidad nacional a través del gesto creador de una nueva mitología. Esta genealogía que pasa por Schelling – y también por Hölderlin – implicaría una cierta obligación respecto de la confrontación que en la modernidad supondría la promesa de universalidad (los derechos del hombre) por un lado, y la refundación de las comunidades nacionales en la forma del Estado-nación por otro, la cual decantaría, para Heidegger, en un pensamiento del arte como política en directa discusión con su apropiación “estética”. En este sentido, Heidegger estaría asumiendo directamente el dictum romántico del mito como “poema original (Urgedicht) de los pueblos”, y con ello, reafirmando la apuesta del nacionalsocialismo de un “gran arte” (en cuanto invención de un mito) como el único factor “capaz de conducir a un pueblo (a una “nación”) hasta su verdadera dimensión histórica” (Lacoue-Labarthe, 2002: 106).
Dicho en términos generales, en el idealismo alemán la intuición tendrá una relación más inmediata con su como tal en cuanto filosofía de la intuición intelectual de lo absoluto pero con el resguardo de no implicar una recaída en el dogmatismo (Descartes). En este sentido, el idealismo alemán iría más allá de Kant, según el mismo Heidegger, pero sólo a partir de aquello que Kant haría posible. “Las representaciones de la razón – señala Heidegger en su seminario del año 36, Schelling y la libertad humana – son, según Kant, las ideas de Dios, mundo y hombre. Pero éstas son…sólo conceptos directrices, no representaciones objetivas, que den el objeto mentado mismo. Podemos exponer brevemente las reflexiones del idealismo alemán a este respecto de la manera siguiente: ahora bien, pero en estas ideas se piensa algo y lo que es pensado en ellas, Dios, mundo y hombre, es tenido por decisivo en grado tan esencial, que sólo gracias a él es posible un saber. Así pues, lo representado en las ideas no puede ser inventado libremente, tiene que ser sabido él mismo en un saber. Como ese saber de la totalidad sostiene y determina todo otro saber, él tiene incluso que ser el saber propiamente dicho y primero en cuanto al rango. Pero el saber es – como Kant mismo ha descubierto de nuevo – en el fondo intuición, representación inmediata de lo mentado en su existente autopresencia. La intuición constituye el saber primero y propiamente dicho tiene que referirse por esto a la totalidad del Ser, a Dios, mundo y esencia del hombre (libertad)” (Heidegger, 1990: 52).
Lo que querría restituir Heidegger sería una cierta unidad mítica a través del arte, concretamente, del poema (Dichtung), cuestión que implica poner fuera de juego a la dialéctica hegeliana de la idea absoluta y en general al privilegio del concepto absoluto en relación a su interiorización y exteriorización. A menos que aquello que pudiese ser pensado con el mito (vale decir, sin Hegel) pudiese pensarse también con la dialéctica (de Hegel). Y es lo que parece anunciar Heidegger en Nietzsche cuando le resta a Hegel una posibilidad que sí restituiría Wagner: nada menos que “el intento de una ‘obra de arte total’” (Heidegger, 2000: 89)[4].
Pero este intento de imitación a través de una nueva mitología – que filtra por la noción kantiana de genio y su interpretación romántica –, como bien ha señalado Lacoue-Labarthe, depende de una ley mimetológica general, la coerción que le confiere autoridad, exige que se dirija como modelo “a lo que no proviene de una imitatio” (Lacoue-Labarthe, 2002: 98); división interna de la imitatio regida por una doble atadura, que en el caso de Alemania respecto del modelo griego se radicaliza como la posibilidad de un surgimiento o una originalidad excepcional (sin posibilidad de imitación) como modelo de una autoformación, y que, según Lacoue-Labarthe, sería el modelo asumido por Heidegger en el Discurso del Rectorado (1933). A propósito de su acceso a la existencia histórica, Alemania se encontraría regida por la ley mimetológica en cuanto precipitación mimética o radicalización de la imitatio: doble atadura, que en cuanto principio de autoformación se inscribiría como un vástago de la tradición que Kant formaliza a través del genio como principio de lo inimitable. En dicho intento, que es el intento de constituirse como nación o pueblo (Volk), Alemania, en este sentido, habría aspirado al genio, sólo que el genio, en cuanto inimitable, se habría precipitado en esta imposibilidad (imposibilidad de una imitación genial), llevando al conato nacional alemán a agotarse en lo que Lacoue-Labarthe denomina una “lógica esquizoide”, “algo así como una psicosis – señala el autor – o una esquizofrenia histórico-espiritual en la que algunos de sus genios más prestigiosos, desde Hölderlin a Nietzsche, resultaron ser los signos (y las víctimas) premonitorias” (Lacoue-Labarthe, 2002: 99). “Lógica esquizoide” que autorizaría a pensar lo impensable que supone el Exterminio como el resultado del desamparo alemán en cuanto precipitación mimética de existir a condición de no existir, puesto que lo que se jugaría en términos topológicos respecto del judío es que su anulación implica como condición el que no se le pueda situar ni dentro ni fuera de la comunidad. Para Lacoue-Labarthe, aquella división íntima de la comunidad no se exhibe tanto desde el inmanentismo planteado por Nancy (voluntad de inmanencia absoluta como fusión comunal, donde el exterminio se explicaría a partir de una insatisfacción del “infrahombre exterior a la comunidad de sangre y suelo” respecto a los criterios de la “pura inmanencia”), como de aquella precipitación mimetológica, o al menos, el “inmanentismo furioso o delirante de la comunidad orgánica” que postula Nancy, se encontraría regido por una ley mimetológica general donde una doble atadura divide “o esquiza”, desde su proyecto, la intimidad comunitaria” (Lacoue-Labarthe, 2002: 92). Doble atadura que se traduciría en la radicalización de una imitatio cuyo modelo de originalidad resiste a la imitación en cuanto autoformación. Autoformación que, a su vez, para Heidegger es autoafirmación del espíritu (Geist), principalmente en el Discurso del Rectorado (1933) y en la Introducción a la metafísica (1935), pero también en el seminario en torno a Schelling.
La pregunta es entonces, y llevando las cosas hasta ese escenario, ¿podría hablarse de una “precipitación mimetológica”, por tanto, de una “esquizofrenia histórico-espiritual” en juego respecto de la movilización estudiantil?
La universidad como principio de sujeción.
Según plantea Willy Thayer en un compendio de su trabajo La crisis no moderna de la universidad moderna (1996), la universidad se habría performativizado produciendo un contexto general: tipificación disciplinar que constituiría el baremo con que cada profesional decanta en relación con su disciplina una vigilancia sobre los objetos que caen bajo su dominio. Vigilancia que es coextensiva a las amenazas que dislocan o los factores que potencian el contexto desde la perspectiva del rendimiento y la eficacia profesional. Como señala Thayer, “[e]n la sociedad disciplinariamente determinada sudamos universidad” (Thayer, 2006: 98).
Sin embargo, esta secreción universitaria puede delimitarse a partir de una circunstancia más general en la que nos encontramos. Puede plantearse como hipótesis que al establecer una relación medio/fin con cualquier objeto implicamos la exigencia de un cierto comportamiento esperable de él, por ejemplo (o todas estas alternativas a la vez): especificidad, rendimiento, eficiencia, maniobrabilidad, presentación, disponibilidad, durabilidad, reproductibilidad (Thayer, 2006: 98), expansión, masificación, etc. Podríamos hablar – siguiendo a Thayer – de un “comportamiento universitario” para todo objeto que pudiese ser enmarcado a partir de estos rasgos, y ello no exclusivamente “a causa del sistema educacional directo” sino que sobre todo por un formato universal universitario. En este sentido, al diagnóstico más o menos asumido de que las relaciones mediáticas con lo público se encuentran empalmadas a lo publicitario, habría que agregar que lo publicitario es alguna cosa que se encuentra, a su vez, universitariamente decidida. Habría que volver a preguntarse entonces de qué estamos hablando cuando un discurso cuyo plegamiento se identifica con la movilización, la resistencia, la reivindicación social y política o simplemente con la crítica contingente, aparece y sólo puede aparecer transido por soportes regulados de acuerdo a estándares conservadores, vale decir, por despliegues discursivos, que en su abanico, o incluso en su aparente “originalidad” – donde también habría que examinar con qué termostato es posible mensurar su relevancia – remiten a la misma pauta. Desde este punto de vista, un tipo de práctica que no pase ni por la especificidad, ni por la eficiencia, ni por el rendimiento, ni por la maniobrabilidad, ni por la disponibilidad, y que no pueda dejar de depender de los factores de reproductibilidad, expansión y masificación, podría asociarse, a mi entender, a dos coeficientes fundamentales pero no necesariamente disociados bajo ciertas condiciones: o bien a una violencia desatada, o bien a un factor que podríamos denominar “estético”[5].
Así pues, sería precisamente en ese doble juego entre una tentativa de interrupción de aquella violencia ejercida contra la ley en vistas de su conservación (estado de excepción) y un despliegue estético referido a una ley mimetológica general (imitación sin modelo), donde, en el contexto político en que nos encontramos, resultaría preciso considerar hasta qué punto el discurso sobre una “nueva configuración de sentido” es la cara esquizoide de un proyecto político que se concibe “como pura interrupción… que no opera ni como fundación, ni como superación, ni conservación” (Thayer, 2006: 29), donde queda delimitado el “a priori material” (Thayer, 2006: 69) sobre el que la interrupción (o el “verdadero estado de excepción”) tendría que ejercer su efecto, pero no el “a priori material” de la interrupción misma. Sin una delimitación de este tipo novedad e interrupción no harán sino consagrar una misma lógica conservadora que se traduce en la mantención de una cierta institución. Si entendemos, con Derrida, institución ahora como universidad y como fundación (Derrida, 1997b: 117-138), por tanto como inscripción o firma, ésta implica tanto el deseo de retorno (revenant) como – y por eso mismo – la imposibilidad de delimitación. Si la universidad está no-delimitada desde su origen o fundación en cuanto institución, o dicho de otro modo, si la universidad no está delimitada desde su institución, donde su no estar delimitada es su delimitación, entonces en esa doble atadura a una “afirmación” y a una “negación” sería preciso detectar las amenazas y los potenciales de “quiebre”. Pero cuando la doble atadura es absuelta de su delimitación, entonces la chance de no-delimitación o de desmarcamiento del límite conservador se vuelve tarea inaccesible. Sólo mediante la delimitación (lo que podríamos llamar, la firma) el retorno es lo que queda como indeterminable por cualquier pragmática o saber, y en eso habría de jugarse la posibilidad (imposible) de ruptura.
Un ejemplo “estético”.
El tono festivo del “imposible” hacia el que nos encaminaríamos como posibilidad de transgresión de una cierta lógica dominante – me refiero, por cierto, a las movilizaciones en el marco de las demandas por la educación en Chile –, tanto de hecho como de derecho, tiene mucho de explicitación de un canon “universitario” (en la dimensión que se intentaba indicar con antelación), por tanto, que no haría sino consumar ese formato o esa in-formatización, y poco o nada de interrupción, desactivación o desarticulación de aquella violencia o pauta que se impone como la norma. Mucho de intento de imitación “genial” de un modelo inexistente – y con ello una “precipitación mimetológica” es indesligable de su escena – que de modificación efectiva de un tono político.
En efecto, la situación de la crítica de arte en Chile durante los 70 y 80 es un ilustrativo ejemplo de cómo el tono de ruptura vanguardista es absorbido por los propios rasgos de la estructura dominante que mediante una cierta formalización se pretende establecer como superación.
En este sentido, como observa Thayer en un trabajo del año 2003 titulado “El golpe como consumación de la vanguardia”, es posible detectar algunas complicaciones críticas que el enclave vanguardia/modernización supondría para la tentativa de subsunción del conjunto de obras y prácticas artísticas realizadas en Chile desde el Golpe de Estado de 1973 hasta el año 1986 y que Nelly Richard inscribe en el texto Márgenes e instituciones [publicado en esa misma fecha] bajo el rótulo de “Escena de Avanzada”. Según Thayer, en Márgenes de instituciones – como el texto que comprende todos estos desplazamientos bajo un mismo canon – Richard habría apostado por conferir a dichas obras un potencial de rearticulación “vanguardista” respecto del corte representacional (en términos de la posibilidad de su configuración) que a partir del Golpe se había impuesto sobre la referencialidad social y cultural en directa relación con una interrupción de la soberanía y la nacionalidad, situación que Richard no vacilará en denominar un “naufragio del sentido”. En esa perspectiva, esta configuración representacional no sería sino la firma de una imposibilidad formal considerando que lo que se impone como ruptura del rasero republicano es un estado de excepción donde la norma depende más de la facticidad del mercado sin norma general que de aquello que la liga al vacío jurídico de donde proviene. Excepcionalidad política que conducirá, en términos de Thayer, a una normalización nihilista (esto es, al “factum neoliberal globalizado” para el cual nada es esencial y que se alimenta precisamente de todas las eficacias críticas y vanguardistas que le resisten), y que encuentra su expresión en la monumentalización que el mercado a partir de los años noventa genera recubriendo a la crítica con el tamiz del archivo, alineando en una misma memoria como documento la barbarie en el trazado de la cultura, vale decir, reapropiando institucionalmente en un marco de incuestionable legalidad a la crítica outsider. En ese sentido, la producción de obra de arte, la fotografía y la performance principalmente, se presentan para Richard, en la contingencia post-Golpe, como una Avanzada “contra-institucional”, como una práctica de oposición y disensión o derechamente como una “fuerza oposicional”, en suma, como una actividad de resignificación ante lo que sería un desplome del sujeto. Sin embargo, Thayer no tardará mucho en apostrofar un “tono exitista” de inflexión fundacional en el canon que pretende instalar Richard, el cual atascaría la chance de filtrar en la excepcionalidad, consumando con una retórica fundadora de la crítica de arte la violencia fundacional que la Constitución Política de 1980 se encargará de conservar, precisamente – en un movimiento análogo al de la crítica – “protegiendo límites para mantener la inmunidad fundada” (Thayer, 2006: 79-80). En términos sucintos, lo que incomodará a Thayer será el pacto a traslapo que la efusividad vanguardista de la lectura de Richard sostendrá con el gravamen de la modernización y el progreso como norma histórica, sellando desde entonces una alianza en torno al mismo canon. Para Thayer “la modalidad neoliberal del nihilismo” constituiría “el arranque obligado” o el “a priori material” desde donde tendría que situarse la crítica hoy en día, siendo la misma crítica, según Thayer, uno de los “representantes más conspicuos” de este nihilismo, de modo tal que no habría lugar a chance de su interrupción en tanto que a priori material. “La posibilidad de la crítica – sostiene Thayer – está suspendida para cualquier actividad que se plantea en términos de superación del nihilismo, de una autonomía discursiva respecto de éste, o de la presunta realidad más allá de su horizonte. Más bien la chance del nihilismo es lo que se activa cuando aquellos que lo impugnan lo hacen en términos de vencimiento, superación o progreso hacia horizontes futuros de sentido y presencia; o en nombre de la movilización” (Thayer, 2006: 50). Es en torno a ese factor nihilista que Nelly Richard intentaría instalar quiebres, gestos de recomposición y ruptura en un tono vanguardista que guardaría semejanza con una “fase exitista” del trabajo del duelo. Para Thayer, Richard se exime por anticipado de aquél a priori material, donde, según el autor, “el ejercicio de la crítica como “fracturas batallantes” o “quiebres significativos”, por muy caballeresco que sea, funciona como crítica a fogueo que anima el nihilismo neoliberal” (Thayer, 2006: 52).
Cabe preguntarse si el tono festivo o de afirmación original de la movilización no reproduce el esquema de vanguardismo ingenuo que Thayer, con justa razón, le imputa a Richard.
“Una vaga inquietud”.
¿Qué podemos decir del fermento “escatológico” de una serie de slogans que en el contexto de la movilización sufraga a favor de un espectro de “autoafirmación” nacional de eso que se ha dado en llamar “el movimiento social por la educación”, bajo la peligrosa aspiración de interesada tolerancia del “todos iguales, todos diferentes” (Zizek, 2009: 29)? Por “escatología” me refiero a slogans del tipo: “Sin educación no hay patria”, o a descripciones tales como: “cambio de mentalidad”, “pérdida del temor” o “nueva articulación de sentido”; hasta la apertura de la puerta del Mesías por el camino de la exposición discursiva de lo que tradicionalmente se llama “la lucha”, a través de los soportes más disímiles: desde la alborozada cacerola (antaño “pasión triste”, hoy en día “pasión alegre”, precisamente por un ordenamiento jurídico que lo posibilita, no debiera olvidarse), a la promiscuidad organizada con voluntad performática y la coreografía colectiva[6]. Sin embargo, nuestro pasado reciente – y tanto el tono “vanguardista” de la Escena de Avanzada expresado en el canon propuesto por Richard como el problema del “colectivo onírico” visto desde Benjamin constituyen buenos ejemplos de ello – nos muestra hasta qué punto los protocolos de ruptura, más aún cuando un despliegue mediático y estético es un órgano más de cualquier movimiento organizado o cuasi-organizado, es preciso que sean pormenorizados respecto de lo que podríamos llamar una “subjetividad universitaria” en curso (Thayer, 2006: 99).
Por último, lo que aquí cabría llamar un “ordenamiento jurídico” rebasa con mucho la legislación en marcha así como lo que cae bajo la denominación “universitario” no suscribe necesariamente a un currículo específico, ni oculto ni manifiesto; ni siquiera al grado de dependencia de un saber respecto de la institución universitaria. Se trataría de aquello que, siguiendo nuevamente a Thayer, constituiría el “a priori material” de toda crítica, esto es, un modelo neoliberal consumado – a propósito de todo aquello que dice relación con la exposición de este trabajo – como la norma histórica que se instala en nombre del progreso y bajo el canon de la modernización. Factor o más bien factum que convive de manera auto-inmunitaria con cualquier tentativa de autonomía discursiva (Derrida, 2005:64), pero donde quedaría determinar su doblez en cuanto institución, o dicho de otra forma, en cuanto universidad.
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NOTAS:
[1] Este artículo supone el exergo de un trabajo en curso de publicación sobre lo que Jacques Derrida ha denominado “las instituciones de la interpretación” (Derrida, 2002: 39-128). El título del texto aludido es: “Ni Richard ni Thayer. Deconstrucción, firma, interrupción”, y se ocupa de ofrecer algunos alcances en torno a la controversia que ha generado en ciertos críticos la lectura de Derrida en Prénom de Benjamin (Derrida, 1994) del ensayo Zur Kritik der Gewalt (1921) del autor alemán. Valga aclarar que el texto de Derrida sobre las “instituciones de la interpretación” se titula INTEPRETATIONS AT WAR. Kant, le juif, le allemand; donde INTERPRETATIONS AT WAR II, corresponde a una presentación sumaria del texto “Ni Richard ni Thayer” en el contexto de las I Jornadas de Filosofía del Arte (Facultad de Filosofía y Humanidades Universidad de Chile: 6 y 7 de Octubre de 2011). El título de la exposición presentada en ese contexto fue: INTERPRETATIONS AT WAR II. Derrida y la firma de Benjamin.
[2] En un trabajo anterior he desarrollado la noción de “colectivo onírico” a propósito de un autor que aquí tendría que tener no menor importancia: Walter Benjamin. Quisiera en este trabajo acercarme a una ampliación de lo que en el contexto acotado de la modernización de la nación chilena durante la década de los 80 tenía que ver con “el eje de la proyección por parte del colectivo respecto del progreso técnico amparada en elementos utópicos” (Bórquez, 2011: 31). La cuestión sería aquí acercarnos a lo que en torno al eje de la proyección por parte del colectivo – ya no del progreso técnico desde el prisma de un discurso modernizador sino respecto de las demandas sociales en torno a la educación – encuentra su sustento en una forma particular de “conciencia” entre sus aspectos individual y colectivo. Que dicha conciencia sea fruto de una “historia onírica” (Bórquez, 2011: 38), es un rasgo del cual habría que acotar muchas más ilacioness de las que aquí se pretenden anunciar. Como hipótesis, y conectando con los planteamientos que siguen, podría decirse que es la interrupción de la tesis del “colectivo onírico” lo que una apropiación política impone como la tarea más urgente de cara a lo que cabría denominar el “movimiento social por la educación”. Sin embargo, sugiero que las condiciones de dicha interrupción deben ser examinadas en aquello que las interpretaciones mismas deben decidir a propósito de su arraigo institucional.
[3] Contrasto los dos alcances a Benjamin y Husserl sobre este punto. “El siglo XIX, un período (un tiempo onírico) en el que la conciencia individual, en la reflexión, continúa manteniéndose, mientras que la conciencia colectiva, por contra, se adormece en un sueño cada vez más profundo. El durmiente –sin poder
distinguirse en esto del loco– inicia el viaje macrocósmico mediante su cuerpo. Pero los ruidos y sensaciones de su interior, que en la persona sana y despierta se diluyen en el mar de la salud –presión arterial, movimientos intestinales, pulso y tono muscular–, engendran en sus sentidos interiores, de inaudita agudeza, el delirio o la imagen onírica, que los traducen y explican. Así le ocurre también al colectivo onírico, el cual, al adentrarse en los pasajes, se adentra en su propio interior” (Benjamin, 2002: 394). “De este modo la sensibilidad, el funcionar yoico-activo del cuerpo vivido, respectivamente, de los órganos del cuerpo vivido, forman parte, esencial y fundamentalmente, de toda experiencia corporal. Ésta transcurre conscientemente no como mero curso de apariciones de cuerpos, como si estos fueran en sí apariciones de cuerpos por sí mismos y con sus combinaciones, sino que eso lo son conscientemente junto con la corporalidad vivida que funciona cinestésicamente, respectivamente, con el yo que funciona aquí en una actividad y habitualidad propia. El cuerpo vivido está, de un modo único, permanentemente en el campo perceptivo, totalmente sin mediación, en un sentido de ser totalmente único, precisamente el que se designa mediante la palabra órgano (aquí en su significado originario): eso, por lo que yo como yo de la afección y de las acciones, de un modo totalmente único soy completamente inmediato, como en lo que yo gobierno cinestésicamente de modo inmediato, articulado en órganos singulares, en los que yo gobierno en las correspondientes cinestesias singulares, respectivamente, puedo gobernar. Y este gobernar, mostrado aquí como funcionar en toda percepción singular, el sistema conjunto de cinestesias confiables, conscientemente disponible, es actualizado en la correspondiente situación cenestésica y está siempre vinculado a una situación de aparición corporal, la del campo perceptivo. A la multiplicidad de apariciones en las que un cuerpo es perceptible como uno y el mismo, corresponden, de modo propio, las cinestesias que le pertenecen, en cuyo dejar-transcurrir deben aparecer las correspondientes apariciones co-exigidas, para poder exhibir en general apariciones de este cuerpo, él mismo en sí, como en sus peculiaridades” (Husserl, 1954: 109). Podría plantearse aquí una relación: lo que Benjamin entiende por “apropiación política” tendría que traducir la exigencia fenomenológica fundamental de lo objetivante a lo objetual. Es notable que esta exigencia en Benjamin se de cómo Eigedenken, es decir, en relación con un “saber aún no consciente de lo que ha sido” (Benjamin, 2002: 460), que no obstante tiene la estructura de una tesis de vigilia (el “despertar”).
[4] Este punto, en torno a Hegel, pretende ser mejor desarrollado en una investigación en curso de desarrollo. La pregunta heurística puede formularse así: ¿es excluyente una interpretación de Benjamin y Hegel a propósito de una delimitación política y estética? Dicho de otro modo, ¿se puede pensar a Benjamin con Hegel?, o bien, a propósito del arte, ¿se puede pensar a Heidegger con Hegel? ¿Qué significaría pensar sin Hegel? Y por otra parte, ¿qué significa pensar a Benjamin sin Derrida y a Derrida con Hegel?
[5] Habría que pensar en qué sentido una “desobra” del comportamiento universitario es factible en un discurso como el de Thayer, donde la posibilidad de una interrupción de lo que podríamos llamar el “círculo mítico de la universidad” no puede desprenderse de una cierta ligadura estética. Queda por examinar la relación que, también en Benjamin, implica la relación entre violencia mesiánica y estética, cuestión que sin duda sugiere más problemas de los que pretende resolver. Sobre este punto, el problema estribaría en el planteamiento de una interrupción con o sin modelo. En ese sentido, respecto de la interrupción del aparato jurídico que Benjamin plantea en relación con la violencia pura en Para una crítica a la violencia (lo que dice relación no con una contradicción lógica del derecho sino con una “contradicción objetiva de la situación legal” (Avelar, 2004: 93)), Derrida parece más atento, al introducir la firma en el texto de Benjamin y la firma de la violencia pura, al peligro de una esquización de una interrupción sin modelo (Derrida, 1997: 76-77 y 136-140).
[6] Sin contar la enorme variedad representacional (“creativa”) que se ha podido apreciar en el contexto de la movilización, dos ejemplos brutales de lo que en el primer apartado se puntualizaba a propósito del “colectivo onírico” son, dentro de las tentativas de “intervención “del espacio público, la así llamada “Besatón por la Educación” (cita colectiva donde conocidos y desconocidos se besan a una hora y en lugar determinados en nombre de la reivindicación social), y las coreografías musicales organizadas en masa en para ser “presentadas” algún lugar preestablecido, evocando, por lo general, estéticas imitadas de artistas del ámbito de la música popular, como ser, Michael Jackson o Lady Gaga.